jueves, 3 de julio de 2008

Territorio de lo lento y lo veloz en torno al Club Hípico

Lo lento y lo veloz tienen muchos lugares en la ciudad. De hecho, toda la ciudad puede ser medida y clasificada de acuerdo a estas categorías y la escala que se pueda formar, pero pensamos que un lugar que mejor nos puede hablar de contrastes de tiempos, velocidades contrapuestas, relojes detenidos, es la zona que rodea al Club Hípico de Santiago (o lo que se relaciona vía microondas con él).

La medida más grande en la ciudad, el vacío más extenso dentro de la urbanidad, irradia también una medida, una ley, que se asemeja más a la del campo que a la de la ciudad. La única extensión que se le puede acercar se encuentra justo a su lado, el Parque O’higgins, que también aporta esta medida externa a la ciudad. Juntos parecen ser dos grandes dedos del campo que se intentan meter en la ciudad, impregnando de “un aire a otro lugar” a su entorno, unos ritmos y velocidades que empiezan a hablar de otro tiempo. Estos dos grandes hermanos de medida, parque y club, se comienzan a diferenciar entre sí en su relación con el tiempo de la ciudad. El parque, por estar rodeado de rejas permeables y estar situado junto a la más importante carretera de la ciudad, del país, y quizá del continente, se contemporaniza constantemente, se renueva, se actualiza, se hace presente, le regala a la ciudad un pequeño respiro a la velocidad, aunque en su ley, pero que se hace casi ridículo en su intento, irradiando muy poco más allá de sus propias rejas, siendo fuerte la anulación del ritmo y la velocidad urbana sólo en su interior. El Club Hípico, en cambio, ejerce una fuerte influencia en su entorno, llegando casi hasta anestesiar sus bordes externos, a pesar de que éstos no se relacionan directamente con su interior por la fuerte presencia de un muro que rodea casi sin interrupciones a esta suerte de fortaleza o feudo del tiempo detenido y la velocidad robada. Todo el entorno se presenta al viajante como de adoquines, aún sin tenerlos en la superficie (algunas heridas en la débil corteza de asfalto develan una base de adoquines, una base de herraduras, una base de caminares en cámara lenta, que de a poco le va quitando velocidad a los automóviles y a la gente que va en ellos).

El barrio que rodea los cinco lados del Club Hípico pareciera haberse detenido un día cualquiera, o estar siendo anestesiado para perder su rapidez, que ha osado aparecerse por los dominios de otra velocidad que, para prevalecer, tiene que anular la de su entorno. Al interior, una tómbola siempre en movimiento, a la que de vez en cuando ingresan caballos que giran hasta que uno aparece como ganador, un ganador que convierte a otros en ganadores, que confiaron en él, seguros de un dato, una estadística o una corazonada, pero que nunca pensaron que su suerte sería el azar (que en este lugar está mediado por la certeza convulsiva). Las paredes expelen un tono sepia, un olor rancio, una vereda descuidada por lo incontrolable de la medida, una humedad equina, una sequedad humana, que también alentizan al que se le ocurre pasar por su costado. El muro que más se expone a la velocidad de la ciudad, el que da hacia Blanco Encalada, genera una barrera que está más allá del mismo muro, llegando hasta el borde de la vereda, haciendo sentir al que camina el tener dos velocidades distintas, una a cada lado del rostro. Esto se hace más evidente cuando los días Sábado se apoya una feria en el muro, generando la circulación de los compradores en la misma calle, obligando a los automóviles a bajar su velocidad.

Lo único que debiera parecer veloz es la carrera, el interior, el caballo, por lo que este lugar se esmera en extirpar ritmo, rapidez, tiempo a su entorno, y a otros barrios de la ciudad vía microondas. Los Teletraks, cabinas de velocidad trepidante que se inmiscuyen entre locales comerciales en cualquier barrio, impregnan lentamente a la ciudad de una anestesia amarillenta, envejecida, que atrae a los habitantes de la ciudad que parecen haber sido olvidados por su tiempo, por su rapidez, viejitos acelerados que ante la inminencia de un triunfo de un dato y una platita arriesgada, le quitan al barrio cincuenta años de un caballazo.

El entorno es otoño perpetuo, mientras que el interior es primavera constante, que se renueva con cada día que le roba al que pasa por su lado. La velocidad máxima es en el interior, mientras que el anillo que lo rodea, el grueso muro, tiene un tiempo congelado, detenido, que irradia detención y aleja a toda velocidad posible que pueda hacerle competencia a la tómbola. Del muro emergen franjas de adoquines, de pisadas de caballos, de transitares rurales, que además de quitarle rapidez al que lo presencia, lo transporta a otro lugar, y lo deja embebido en nostalgia, añoranza y recuerdo, hasta que se encuentra con un semáforo que lo trae de vuelta a la ciudad y lo obliga a pisar el acelerador a fondo, ya que está en amarillo.


Universidad ARCIS
Escuela de Arquitectura
Examen Territorios Intangibles
Cristián Campos Castillo
Juan Carlos Castillo Aravena
Diciembre del 2001

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