viernes, 11 de julio de 2008

Contrapunto

Cocinería de Franklin con Ingeniero Obrech
y Mc Donald´s del Alto Las Condes,
cochinería de cebo exacerbado
y planta de ensamblaje aséptica,
una mirada cruzada y superpuesta.
Domingo soleado, pleno Persa Bío-bío, secuencia de fintas, movimientos de hombros y caderas: es difícil esquivar a gente que no está mirando el camino, sobre todo si el camino es estrechísimo, y si está atiborrado de destellos distractores. Si paro me chocan, pero de todas maneras hay que parar. Sensación de estorbo en la circulación, no importa, ya que los libros, objetos y chucherías son interesantes. Empujón, seguido de un acomodo. Se encuentra un ángulo y una posición justa para no caerse sobre la mercancía o ser arrastrado por la masa que fluye. Todo al alcance de la mano, se toma y se pregunta, o sólo se ojea. No hay una vitrina de intermediario. Horizonte de nucas cebosas en movimiento, aderezado de olores a fritanga y perfumes pirateados. Suelo de brillos, reflejos y destellos, novedades hurtadas, insólitas agrupaciones que no evidencian un criterio de selección, sólo cosas juntas. Uno también se siente revuelto, de estómago y de clasificación o encasillamiento social. De pronto, desgraciadamente, desaparecen ciertos anhelos de igualdad y fraternidad, para dar paso a sustos del tipo seguridad ciudadana. Todos iguales pero tan distintos. Una familia completa que baja al submundo folclórico, en un trayecto desde Las Condes hasta un pequeño pasaje cercano a Placer, se despreocupa de todo y se vuelve loca comprando tonteras sin saber que su auto último modelo ha sido desmantelado (bromeo, sólo le sacaron las tapas de las ruedas, las marcas cromadas y la radio con panel desmontable). Un “longi” que escanea verticalmente a cada persona que pasa ante sus ojos, poniendo especial atención en el bolsillo trasero, los zapatos, el reloj y alguna joya en el cuello o en las orejas. Un tipo hippie que intenta construir su casa con desechos de las casas de los vendedores. Todos chocamos con todos, casi sin respirar, sin levantar mucho la vista, sin poder mirarnos mucho, porque estamos muy cerca., viéndonos todo el rato. Se aceleran los movimientos, todo es contradictorio, se avanza muy lento. Se asume el ritmo del que va adelante. Miles de filas de gente que no sabe que anda buscando, pero que seguro que lo van a encontrar. Otras tantas personas buscando algo muy específico que tiene que estar, pero que obviamente no lo van a encontrar. Igual van a llevar algo a su casa, en sus manos o en su retina. Todo es muy pregnante, como pregnante es el cebo, nuestro, desde ahora, eterno compañero de viaje y de mirada. Galpones y locales metálicos, su paisaje es igual a la escala del que recorre (muy pocos son los afortunados que pueden mirar hacia los techos o el cielo sin recibir un estruendoso cabezazo en la nuca), el interior de la manzana se agusana y contorsiona, tanto lo permita el recorrer constante. Buscamos cocinerías para nuestro contrapunto, pero no nos convence ninguna. La mayoría muy limpias, la limpieza que puede dar una señora con cara de buena persona y unas superficies plásticas muy limpiables. Casi todos los locales con cara de cocinas de casa, y con productos hasta apetecibles. Los desechamos, buscamos lo “chancho”, una imagen prejuiciada que atribuimos al lugar desde la comodidad de la sala de clases, la imagen mental del lugar se hizo más grotesca que la realidad. El recorrido sigue, algo decepcionados y atosigados, cargados de olores, colores, rostros, gestos. Toldo amarillo, según yo ocupado en las ferias libres en los sectores de frutas para tergiversar su madurez, crea una atmósfera en una agrupación de locales, caldea el aire, llenándolo de un chillonismo pesado y alegre. El amarillo tiene un chirrido, un ruido pregnante que genera un radio de acción de casi cinco metros con su centro en una extraña plancha usada para cocinar. Es lo más cerdo que hemos visto en nuestro periplo. Lomo de cerdo, “el mejor del persa” según un animado comensal apoyado sobre una de los mesones que lo rodean. El chirrido se engrandece, anulando los sonidos del entorno. El cebo en su máxima expresión habita en esa plancha inmensa, que vuelve a chirrear gracias a gotas que escurren entre los jugosos trozos de carne que corta y ordena un grasoso cocinero de presencia imponente. Es como “el Padrino” de las carnes, el que sabe los tiempos justos, el “cabrón” de la cocina, el que escoge los trozos más jugosos para hacerlos chirrear, el guatón que se raja con un pedacito tierno con el que tiene ojos largos (sólo para tentarlo más),... Sobre él un gigantesco atrapacebo: una campana de cocina, con un muy fino enrejado, atrapa brillos, goteos y humos. Puros gorditos atienden, con funciones no muy claras. Sólo el “Padrino” cocina, y los demás hacen lo que les toque. Muchos gorditos comiendo. Mejillas muy infladas se mueven animadamente. El olor que acompaña al chirrido es un balazo directo al estómago, tentador a pesar de lo grotesco e insalubre que todo se ve. De los cuatro muros, dos se ocupan para comer, en mesones, y los otros dos afirman el techo. Todo es concéntrico, siempre mirando la cautivadora plancha con escandalosos trozos de carne jugosa y chirriante, y a los gorditos que atienden. También se puede ver a otros golosos comiendo en el mesón de enfrente. Se come en el mesón de entrega, no hay caja, y el local no tiene un gran letrero con un logo o con su nombre. No hay uniforme ni chapitas con el nombre, y la atención no es forzadamente esmerada. La sonrisa es verdadera y uno no se siente pagando la higiene ni el servicio. Las cantidades son conversables, el trozo es sugerible, la mayonesa es regulable, el grado de cocción es apuntable. Vuelve el chirrido, cayó otra gota de grasa a la plancha. Las transacciones, una vez copados los asientos, se hacen por entre las nucas y hombros, estirando brazos y tratando de no chorrear a nadie. Se puede hablar de cualquier cosa siempre que sea rápido, uno no va a conversar con su acompañante, va a comer y a lo más hablará de las cualidades de los bocados o hará un fugaz comentario de la contingencia. Una palabra se puede convertir en talla al sólo contagiarse con el amarillo, el chirrido, y el ambiente caldeado pero ameno del lugar. Junto a este lugar, otro local con similares características de distribución y planta no es lo mismo. No tiene chirrido ni toldo amarillo, ni una plancha gigante llena de grasa que conquiste nuestra caldeada mirada. Al alejarse, el radio de influencia que parecía tan nítido, se deforma completamente, siendo una frontera elástica, pregnante, que se niega a desprenderse de nosotros, de nuestras retinas, de nuestros oídos, de nuestras conciencias, de hecho, todavía lo estamos viviendo.

Miércoles por la tarde, viaje sin viaje, trayecto perfecto de un punto a otro punto. El auto anula la contaminación de este limpio viaje, una burbuja que sólo se revienta cuando ya se está adentro, sano y salvo de la ciudad. Estacionamiento perfecto, un uniformado ciclista hace pensar que el auto no será desvalijado. Tuvimos que venir en auto, ya que es un misterio el cómo llegar usando la ciudad y su transporte. No se puede llegar caminando ni en micro. Trescientos cuarenta y ocho Subaru Legacy nos rodean, y nadie más llega con nosotros. Hay casi tantas personas como en el persa, pero no sentimos más solos. Escalera mecánica, puerta eléctrica sensible al movimiento, nos comienzan a observar las cámaras de vigilancia. Miles de rubias caminan sin pescarnos, se evitan los cruces de miradas, aunque uno se siente observado desde que entra, juzgado, tasado, etiquetado y clasificado. Sólo somos un par de rotos con cara de no ser de ahí. Brillos, destellos, piruetas en las vitrinas para cautivar posibles compradores. No hay carteles amarillos con letras en plumón rojo ofreciendo lo insuperable, aunque algunos de los precios son más baratos que en algunos lugares del centro (los ricos se venden las cosas más baratas entre ellos). Muchas más rubias. Señoras de edad indescifrable, escolares del doble de nuestro porte, viejas apoteósicamente cuicas, pasean tranquilamente con ritmo cansino. Las bolsas no son pequeñas ni arrugadas ni negras, generalmente son grandes bolsas blancas con un inmenso logo que indica dónde se compró. Aquí las bolsas no son armas mortales contra pantorrillas, talones o muslos, ya que la distancia entre viajeros es considerable. No hay grandes filas de gente, ya que si alguien va por mucho tiempo tras de una persona pasa a ser un acechador. Esto hace que uno vea más gente caminar hacia uno, en sentido opuesto. Uno puede detenerse sin ser atropellado, y abundan las señoras que caminan erráticamente, sin peligro de asesinar a nadie de un cabezazo. Casi sólo mujeres, o quizás es sólo lo que vemos o buscamos. Escaleras mecánicas, pasillos y llegamos al patio de comidas, que de patio o jardín no tiene nada. Mesas en el centro,, y los bordes llenos de locales donde prevalece el rojo, el amarillo y el blanco. No hay olores, y las comidas se ven sólo en espectaculares fotografías, y no en su proceso de preparación. Hay que buscar bien para encontrar el local de Mc Donald´s, por la uniformidad y rigidez de la estructura. Se elige la comida por referencias más que por una tincada momentánea, de estómago, de tripa que suena. Se vende un servicio, una atención, una idea, un concepto, más que una apetitosa comida. Mesón de acero inoxidable, perfectamente higiénico, recibe a las compradores, partícipes de una transacción, dividiéndolos de perfectamente uniformados intermediarios, personas asexuadas especializados en el manejo de caja, que poco contacto tienen con la comida. Eme gigante amarilla con fondo rojo profundo. Siempre sin olores, con esporádicos titineos sonoros, unos electrónicos compases que indican que las papas se terminaron de freír. Uno se puede asomar sólo al momento de la transacción, pudiendo divisar pequeños y asexuados personajes trabajando en una suerte de mesón de ensamble, con funciones específicas y mecanizadas. Es una armaduría, la otra era cochinería. Discurso memorizado y simpatía forzada, saludo desganado y la espera de un código inmediato: combo 1, 2, 3,…. Hay que tenerlo claro desde antes de acercarse mucho, ya que si lo empezaron a atender uno entra en la maquinaria de sus velocidades, por lo que las decisiones se atolondran. Estos robóticos personajes, después del número oído, asumen que la bebida es Coca Cola. Códigos internos, diminutivos extraños para pedir las hamburguesas a los anónimos trabajadores del fondo. La transacción está tan estructurada que no acepta cambios de formato. El hecho de que uno piense que compró una hamburguesa con queso no dice nada, el número de la promoción lo dice todo. Un reclamo es traducido al lenguaje de los códigos, y hecho inválido de un paraguazo. No se puede estar mucho tiempo en el mesón, hay que desocupar para el próximo comprador, por lo que hay que agarrar la bandejita y llevarla hacia una mesa. Las mesas son independientes de los locales, y viceversa. La gente que atiende no ve nunca a menos de cinco metros a alguien comer, distancia adecuada para no causar apetito. El robot no puede comer mientras atiende, a diferencia del cocinero de la “cochinería” de Franklin que podía sacar un trocito de carne si se tentaba. El robot debe quedar anulado en este espacio, sólo es un intermediario para conseguir la felicidad absoluta y el regocijo de obtener una comida preferida en todo el mundo. Si llega a tener rasgos de persona puede molestar al impaciente comprador. No se puede equivocar, no puede conversar con sus compañeros, no puede sonreír de otra manera que no sea falsamente. El que debe destacar en este lugar es el comprador, debe pensar que todo se mueve para su satisfacción, para agrandar su ego. El hecho de que el precio del producto implique una carga cultural, un servicio, una satisfacción garantizada, una misma respuesta siempre, hace que uno entre en ese juego y asuma todas las reglas que esto implica. Higiene pura, más que cocina parece clínica. El cebo se ausenta del proceso, se anula, pero aparece inevitablemente al momento de comer. La comida de cualquier formato, dependiendo del pan que le tocó, el grosor de carne que le pusieron, la cantidad de mayonesa que pidió, del persa, aquí pasa a las cajitas, los cartoncitos y las medidas justas y envasadas, empaquetado perfecto que se descompone una vez iniciado el ritual del comer. El cebo se esparce por los cartoncitos, las servilletas de blanco puro, y sobre todo en las manos. Al final, uno queda igual de chorreado y encebado que en el otro lugar. Muchas rubias comiendo, casi todas comida chatarra, pero sin asco. Lo extraño es que le harían asco a la “sana” comida del persa, la comida “de verdad”, que “alimenta en serio”. El envase de esta comida chatarra esconde este hecho y la hace parecer sana y hasta casi una no comida, una comida que no importa, que no hace mal. Aquí sí se puede conversar, no hay un florero que quite la atención, algo que llame la mirada. En realidad no sólo los robots asexuados están anulados en este lugar, todos lo estamos. De salida hay que ir al baño, que está detrás y entre los locales. Extrañamente, en el hall de ingreso a los baños aparecen los olores, fritangas y demases. Si a final de cuentas, todos cagamos hediondo.



Territorios Intangibles
Universidad ARCIS
Cristián Campos C.
Juan Carlos Castillo A.
Noviembre del 2001

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